jueves, 13 de junio de 2013

Rayuela - Capítulo 90




90


En esos días andaba caviloso, y la mala costumbre de rumiar largo cada cosa se le hacía cuesta arriba pero inevitable. Había estado dándole vueltas al gran asunto, y la incomodidad en que vivía por culpa de la Maga y de Rocamadour lo incitaba a analizar con creciente violencia la encrucijada en que se sentía metido. En esos casos Oliveira agarraba una hoja de papel y escribía las grandes palabras por las que iba resbalando su rumia. Escribía, por ejemplo: «El gran asunto», o «la encrucijada». Era suficiente para ponerse a reír y cebar otro mate con más ganas. «La unidad», hescribía Holiveira. «El hego y el hotro.» Usaba las haches como otros la penicilina. Después volvía más despacio al asunto, se sentía mejor.

«Lo himportante es no hinflarse», se decía Holiveira. A partir de esos momentos se sentía capaz de pensar sin que las palabras le jugaran sucio. Apenas un progreso metódico porque el gran asunto seguía invulnerable. «¿Quién te iba a decir, pibe, que acabarías metafísico?», se interpelaba Oliveira. «Hay que resistirse al ropero de tres cuerpos, che, conformate con la mesita de luz del insomnio cotidiano.» Ronald había venido a proponerle que lo acompañara en unas confusas actividades políticas, y durante toda la noche (la Maga no había traído todavía a Rocamadour del campo) habían discutido como Arjuna y el Cochero, la acción y la pasividad, las razones de arriesgar el presente por el futuro, la parte de chantaje de toda acción con un fin social, en la medida en que el riesgo corrido sirve por lo menos para paliar la mala conciencia individual, las canallerías personales de todos los días. Ronald había acabado por irse cabizbajo, sin convencer a Oliveira de que era necesario apoyar con la acción a los rebeldes argelinos. El mal gusto en la boca le había durado todo el día a Oliveira, porque había sido más fácil decirle que no a Ronald que a sí mismo. De una sola cosa estaba bastante seguro, y era que no podía renunciar sin traición a la pasiva espera a la que vivía entregado desde su venida a París. Ceder a la generosidad fácil y largarse a pegar carteles clandestinos en las calles le parecía una explicación mundana, un arreglo de cuentas con los amigos que apreciarían su coraje, más que una verdadera respuesta a las grandes preguntas. Midiendo la cosa desde lo temporal y lo absoluto, sentía que erraba en el primer caso y acertaba en el segundo. Hacía mal en no luchar por la independencia argelina, o contra el antisemitismo o el racismo. Hacía bien en negarse al fácil estupefaciente de la acción colectiva y quedarse otra vez solo frente al mate amargo, pensando en el gran asunto, dándole vueltas como un ovillo donde no se ve la punta o donde hay cuatro o cinco puntas.

Estaba bien, sí, pero además había que reconocer que su carácter era como un pie que aplastaba toda dialéctica de la acción al modo de la Bhagavadgita. Entre cebar el mate y que se lo cebara la Maga no había duda posible. Pero todo era escindible y admitía en seguida una interpretación antagónica: a carácter pasivo correspondía una máxima libertad y disponibilidad, la perezosa ausencia de principios y convicciones lo volvía más sensible a la condición axial de la vida (lo que se llama un tipo veleta) capaz de rechazar por haraganería pero a la vez de llenar el hueco dejado por el rechazo con un contenido libremente escogido por una conciencia o un instinto más abiertos, más ecuménicos por decirlo así.

«Más ecuménicos», anotó prudentemente Oliveira.

Además, ¿cuál era la verdadera moral de la acción? Una acción social como la de los sindicalistas se justificaba de sobra en el terreno histórico. Felices los que vivían y dormían en la historia. Una abnegación se justificaba casi siempre como una actitud de raíz religiosa. Felices los que amaban al prójimo como a sí mismos. En todos los casos Oliveira rechazaba esa salida del yo, esa invasión magnánima del redil ajeno, bumerang ontológico destinado a enriquecer en última instancia al que lo soltaba, a darle más humanidad, más santidad. Siempre se es santo a costa de otro, etc. No tenía nada que objetar a esa acción en sí, pero la apartaba desconfiado de su conducta personal. Sospechaba la traición apenas cediera a los carteles en las calles o a las actividades de carácter social; una traición vestida de trabajo satisfactorio, de alegrías cotidianas, de conciencia satisfecha, de deber cumplido. Conocía de sobra a algunos comunistas de Buenos Aires y de París, capaces de las peores vilezas pero rescatados en su propia opinión por «la lucha», por tener que levantarse a mitad de la cena para correr a una reunión o completar una tarea. En esas gentes la acción social se parecía demasiado a una coartada, como los hijos suelen ser la coartada de las madres para no hacer nada que valga la pena en esta vida, como la erudición con anteojeras sirve para no enterarse de que en la cárcel de la otra cuadra siguen guillotinando a tipos que no deberían ser guillotinados. La falsa acción era casi siempre la más espectacular, la que desencadenaba el respeto, el prestigio y las hestatuas hecuestres. Fácil de calzar como un par de zapatillas, podía incluso llegar a ser meritoria («al fin y al cabo estaría tan bien que los argelinos se independizaran y que todos ayudáramos un poco», se decía Oliveira); la traición era de otro orden, era como siempre la renuncia al centro, la instalación en la periferia, la maravillosa alegría de la hermandad con otros hombres embarcados en la misma acción. Allí donde cierto tipo humano podía realizarse como héroe, Oliveira se sabía condenado a la peor de las comedias. Entonces valía más pecar por omisión que por comisión. Ser actor significaba renunciar a la platea, y él parecía nacido para ser espectador en fila uno. «Lo malo», se decía Oliveira, «es que además pretendo ser un espectador activo y ahí empieza la cosa».

Hespectador hactivo. Había que hanalizar despacio el hasunto. Por el momento ciertos cuadros, ciertas mujeres, ciertos poemas, le daban una esperanza de alcanzar alguna vez una zona desde donde le fuera posible aceptarse con menos asco y menos desconfianza que por el momento. Tenía la ventaja nada despreciable de que sus peores defectos tendían a servirle en eso que no era un camino sino la búsqueda de un alto previo a todo camino. «Mi fuerza está en mi debilidad», pensó Oliveira. «Las grandes decisiones las he tomado siempre como máscaras de fuga.» La mayoría de sus empresas (de sus hempresas) culminaban not with a bang but a whimper; las grandes rupturas, los bang sin vuelta eran mordiscos de rata acorralada y nada más. Lo otro giraba ceremoniosamente, resolviéndose en tiempo o en espacio o en comportamiento, sin violencia, por cansancio —como el fin de sus aventuras sentimentales— o por una lenta retirada como cuando se empieza a visitar cada vez menos a un amigo, leer cada vez menos a un poeta, ir cada vez menos a un café, dosando suavemente la nada para no lastimarse.

«A mí en realidad no me puede suceder ni medio» pensaba Oliveira. «No me va a caer jamás una maceta en el coco.» ¿Por qué entonces la inquietud, si no era la manida atracción de los contrarios, la nostalgia de la vocación y la acción? Un análisis de la inquietud, en la medida de lo posible, aludía siempre a una descolocación, a una excentración con respecto a una especie de orden que Oliveira era incapaz de precisar. Se sabía espectador al margen del espectáculo, como estar en un teatro con los ojos vendados; a veces le llegaba el sentido segundo de alguna palabra, de alguna música, llenándolo de ansiedad porque era capaz de intuir que ahí estaba el sentido primero. En esos momentos se sabía más próximo al centro que muchos que vivían convencidos de ser el eje de la rueda, pero la suya era una proximidad inútil, un instante tantálico que ni siquiera adquiría calidad de suplicio. Alguna vez había creído en el amor como enriquecimiento, exaltación de las potencias intercesoras. Un día se dio cuenta de que sus amores eran impuros porque presuponían esa esperanza, mientras que el verdadero amante amaba sin esperar nada fuera del amor, aceptando ciegamente que el día se volviera más azul y la noche más dulce y el tranvía menos incómodo. «Hasta de la sopa hago una operación dialéctica», pensó Oliveira. De sus amantes acababa por hacer amigas, cómplices en una especial contemplación de la circunstancia. Las mujeres empezaban por adorarlo (realmente lo hadoraban), por admirarlo (una hadmiración hilimitada), después algo les hacía sospechar el vacío, se echaban atrás y él les facilitaba la fuga, les abría la puerta para que se fueran a jugar a otro lado. En dos ocasiones había estado a punto de sentir lástima y dejarles la ilusión de que lo comprendían, pero algo le decía que su lástima no era auténtica, más bien un recurso barato de su egoísmo y su pereza y sus costumbres. «La Piedad está liquidando», se decía Oliveira y las dejaba irse, se olvidaba pronto de ellas.

(-20)

9 comentarios:

  1. pegado a las hojas y el café ralo (lo del mate es demasiado porteño y me disculpará) y con la cazadora ajada de la garúa huaycanera... los últimos vestigios de los monstruos que desaparecen de la noche (han trabajado mucho) y sale la quinua y el pan con palta; y las inmensas preguntas celestes: y el, pegado al culo frío entre losetas gélidas... cómo hará? y el recto expira y vuela el cardenal de rama en rama, y el otro sabe volar a su manera... y todos van deshojándose... y bis, bis...

    Ya hacía falta decidir volver a tener dieciséis.

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  2. ah... y no olvide correr el cannonbal Adderley por favor!!!, por favor!!!!!!!!!!!!!

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  3. Cómo había de desdecirse Julito después con "El Libro de Manuel". Hay un vídeo que corre por ahí en el que sostiene que los de su generación (Oliveira incluido) no habían sabido ver algo tan básico y evidente: al otro. Luego de los sucesos de Nicaragua y Cuba, Julio se da cuenta de que debes buscar el centro y la ubicuidad, pero no puedes ser tan ciego como para no mirar al prójimo cuya humanidad se confunde con la tuya... O sea que a Oliveira más le valía pegar carteles en las calles por si acaso... por si acaso... vaya usted a saber si jugarte por la libertad de Argelia no es una de las muchas maneras de ubicarte precisamente en el centro... (Sin contar que hay un reclamo pertinaz de algo que se llama moral)

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  4. y justamente, para que la miopía no termine en ceguera es que existe La Maga (y Rocamadour, imprescindible). Y él .. ¿cómo hará?
    Sabrá cada uno volar a su manera ¿...?
    Corre, en este justo momento: corre.
    Pequeña toma de la prosa del Observatorio (a propósito del centro, el asunto y la totalidad):
    "...Todavía es tiempo de sargazos, de guerrillas parciales que despejan el monte sin que el combatiente alcance a ver una totalidad de cielo y mar y tierra. En cada árbol de sangre circulan sigilosas las claves de la alianza con lo abierto, pero el hombre da y toma la sangre, bebe y vierte la sangre entre gritos de presente y recidivas de pasado, y pocos sentirán pasar por sus pulsos la llamada de la noche pelirroja; los pocos que se asomen a ella perecerán en tanta picota, con sus pieles se harán lámparas y de sus lenguas se arrancarán confesiones; uno que otro podrá dar testimonio de anguilas y de estrellas, de encuentros fuera de la ley de la ciudad, de arrimo a las encrucijadas donde nacen las sendas tiempo arriba."
    Salud!
    E.

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  5. pero la intelectualidad se jaló a la izquierda por gravedad, el Che y Fidelito estaban de moda... porque J.C. hasta le copió la gorrita y la barba y todo eso. El mismo admitiría que las obras perdían sustancia al politizarse (y el libro de Manuel da mucha cuenta de ello no?). Las generaciones son hijas de sus tiempos, primero se bebió de Sartre y luego los cubanos emocionaron. Habría que ver si no todos terminarían derrotados a lo Smith entre este Babel de rostros y poderes en lata. El romanticismo del otro, hoy, es pan duro, pero pan.

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  6. Hoy (pero ya decía Borges que toda generación se sabe siempre la peor, es una constante que consta) más que nunca, hoy, la izquierda es una elección moral. Las lecciones de Sartre, de Foucault, de mayo del 68 no cayeron en saco roto, faltaba más. La expansión teratológica del liberalismo es el enemigo que al menor descuido nos seca el coco. A la par, yo no desdeñaría nunca las morellianas, las disquisiciones metafísicas... Me parece que la duda de Oliveira, su "horror vacui", esa sensación de que el acto social es un embuste con que tapar vacíos todavía más hondos, es un ejercicio completamente legítimo, un derecho de la razón y un privilegio de nuestra subjetividad. También creo que con el Libro de Manuel, Julio dio un paso decisivo, del homo ludens al zoon politikos, de la irresolución a la pedrada definitiva. Lo demás, el análisis hermenéutico, el texto y el metatexto, son cosas secundarias.

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  7. y se aprendió el discurso de nicómaco al pie de la letra (elección moral), y terminó Sábato entre dos fuegos con las madres de mayo, y el mismo Borges almorzando con Videla y hablando de la purificación a través de la guerra.

    En fin, valen los romanticismos entre clics modernos. ¿Elegimos entre Kyo y Chen?

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  8. Romanticismo, John, eso es todo lo que cuenta. Pulsión erótica, elan vital. Por otro lado, uno no elige la moralidad; el acto humano es moral en tanto es elección. En ese sentido, más allá (o más acá) de la moral sólo están los dioses, los idiotas y Borges, o sea los que no eligen, los que no tienen que elegir pues su naturaleza sublimada trasciende esa pacotilla mundana. En tal sentido también, urge una redefinición (como quería Nietzsche) de lo inmoral, puesto que al parecer, lo inmoral no es más que la moralidad a contracorriente, heroica, "partera de la historia", para decirlo con palabras graves.
    Pero volviendo al asunto, incluso la pulsión tanática es romántica. La desilusión, la soledad, el fracaso, son emblemas que llevamos con cierto tímido orgullo, son los tristes blasones que nos empujan al actuar cotidiano. Se es pesimista porque un día, una noche, se confió, se creyó, se entrevió la Arcadia. Se ahonda uno en la noche oscura, en el abismo insondable, porque vio la luz un día, porque (para desgracia suya) no puede olvidarlo. No ha de olvidarlo jamás.

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  9. Hespectador Hactivo?
    Es, ciertamente, Oliveira un inmoral y un héroe. Recordemos que el hombre desciende al infierno (por así decirlo) junto a la clochard, por propia voluntad (tal vez acudiendo a un llamado, pero eso ya es materia de reuna) por no mencionar el capítulo de las palanganas y los piolines. La postura de izquierda, derecha o incoloro es ya irrelevante a la hora del Asunto. A estas mismas horas mil campesinos defienden el Perol y la CIA nos pone webs cam hasta en el orto via Facebook y otras taras (y no les importa el color del polo, para nada). En verdad habría que redefinir lo moral y lo inmoral, pero esa tarea no me la banco a secas. Elegir la derrota Orwelliana ya es algo, aunque mucho dudo que esta humanidad que nos toca pueda elegir algo (pero, y los hombres de Conga, y Bagua, y Espinar?) Tal vez aun podamos elegir en términos colectivos y no ser (como siempre) solo los cuatro gatos resentidos que se sientan a tirarle piedras a los señorones de en frente. La derrota como centro no me entusiasma, mucho menos la traición de si mismo (aunque "al fin y al cabo estaría tan bien que los argelinos se independizaran y que todos ayudáramos un poco").
    En todo caso, Katow. Y (al menos por esta noche) dejemos roncar tranquilo a Chiang Kai Shek.
    Salud!

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